Los orígenes del hockey sobre patines en nuestro país conllevan una impronta mítica. El registro de sus comienzos sólo se ha dado por los relatos de algunos que fueron testigos de aquellas primeras escaramuzas deportivas con los zapatos sobre pequeñas ruedas. La versión más utilizada es aquella que señala a un grupo de adolescentes que patinaba en la terraza del cerro Santa Lucía imitando lo que habían presenciado en una matiné de cine.
A ciencia cierta, hacia fines del siglo XIX Inglaterra era la dueña de las rutas marítimas en todo el mundo. Ese monopolio le permitía a los súbditos de Su Majestad expandir sus negocios en variopintos territorios como Asia, Australia y Sudamérica.
El hecho de que este lado del mundo, específicamente el puerto de Valparaíso fuera uno de los puntos principales en Sudamérica que fomentaba el comercio libre, fue la oportunidad para que empresarios británicos se establecieran en los cerros porteños.
Con su influencia, la colonia inglesa manejaba las actividades comerciales, industriales y financieras en el sector. Pero también comenzó a contagiar a los chilenos de sus costumbres y actividades sociales -como la hora del té a media tarde, naciendo las tradicionales onces- y las recreativas. De esta manera, la afición local va conociendo actividades como el criket, el foot ball y el lawn tennis, entre otras. Y entre esas otras se incluía la asistencia a los clubes de patinaje que había en el sector.
Punto principal de esa entretención, que llamaba la atención de la gente común por las pequeñas ruedas que destacaban bajo el calzado, eran los terrenos del ex Jardín Abadie que se remodelaron como paseo público siendo rebautizado como Parque Municipal. Las crónicas de aquellos días indicaban que “por lo menos cuatro veces a la semana se encontraba allí la gente conocida, y los jóvenes iban a patinar en las tardes en la pista de ladrillos de cemento que estaba situada en el Parque, por el lado del Conservatorio de plantas y de una barraca donde ensayaba el orfeón”. Se trataba de una entretención social muy británica, que estaba en boga en Europa. Y que pronto pasó a ser, también, una entretención entre la población nacional.
Algunos de esos comerciantes se trasladaron hasta Santiago para abrir sucursales y adquirir terrenos en el sector. Obviamente, llevaban consigo todas sus rutinas que, era que no, acaparó la atención de los santiaguinos.
Y tal como en Valparaíso, se abrieron en la capital algunos salones de patinaje con el único objetivo de disfrutar de un momento de recreación. Como en el segundo piso de un edificio en calle Merced –frente al Teatro Santiago- que cobijó, justamente, al Salón de Patinaje Merced. O en el sector de Providencia, donde se levantó el Salón La Cabaña.
Los cultores de la nueva entretención se expandieron y muy pronto ya se veía a niños y adolescentes, sobre todo, correr con un par de patines en varias calles de Valparaíso y Santiago, más otras localidades como Viña del Mar, Quilpué, Quillota, Los Andes, San Felipe, San Bernardo, Peñaflor, Rancagua, Chillán, Concepción, Talcahuano, Lota, Coronel y Puerto Montt.
El mítico partido. Bajo esta coyuntura, nace un relato que fue muy difundido en la costa central hasta hace algún tiempo. Se cuenta que en 1935 un grupo de turistas extranjeros que había llegado a Valparaíso se enfrentó a un improvisado conjunto de porteños empuñando sticks utilizados en el hockey sobre césped –una de las principales entretenciones de la colonia británica- disputando un disco de madera. El escenario de aquel partido fue la Plaza Sotomayor, ya que su suelo era el único liso en medio de los adoquines que abundaban en las calles del puerto principal.
Lamentablemente, no hay registro concreto de ese encuentro deportivo. Ni siquiera en la prensa local, cuyas páginas dedicadas a las actividades deportivas se completaban con artículos de fútbol, boxeo, atletismo y ciclismo que eran los deportes de mayor arrastre en el puerto en aquellos días. Lo sucedido en aquel improvisado “primer partido de hockey en Chile” se difundió, como los otrora juglares, en el boca a boca que trasladaba esta historia.
La leyenda del cerro y algo más. Dos años después ocurre lo mencionado en el Cerro Santa Lucía. Su terraza era el lugar ideal para que jóvenes se atrevieran a alguna acrobacia sobre esas ocho pequeñas ruedas. Entre esos jóvenes se contaba a Mariano Olivos, Mario Pozo, Washington Leighton, Mario Pozo, Carlos Olivos, Guillermo Helfmann, Jack Ross y Víctor Canahuate, conocido popularmente como Tito. La impronta legendaria indica que esa chiquillada, tras presenciar una película de hockey sobre hielo en las antañas matinés domingueras, adaptó lo presenciado en la gran pantalla a sus caseros patines con improvisados sticks formados con palos arqueados sacados de los árboles, bastones al revés o algún implemento del hockey-césped.
A los muchachos de la terraza del Santa Lucía muy pronto se les unieron los mozalbetes del sector Independencia –en el sector norte de la ciudad- que organizaban en forma espontánea carreras sobre los patines que habían pedido a sus padres, ya fuera para Navidad o en algún cumpleaños, en las manzanas del barrio.
Mientras tanto, en el sector de Viña del Mar las chuecas hechizas se obtenían de los sauces que crecían en los bordes del estero Marga Marga, para así jugar en la improvisada cancha de la Ciudad Jardín armada en la Avenida La Marina.
A su vez, en el vecino Valparaíso los exponentes aumentaban y se reunían en la calle Blanco y en la Avenida Francia. Los pioneros en aquella zona se apellidaban Tapia, Ariztía, Arroyo, Retamal, Couchet, Marguiz y los hermanos Meneses.
El actor principal de todos aquellos espontáneos movimientos era el clásico par de patines Winchester. Aquellos de la nunca bien ponderada correa que unía la plataforma de fierro con el zapato.