En el inicio de la década, el presidente de la Federación, Carlos Mourgues, estaba claro que la actividad necesitaba refrescar su ambiente. La nueva camada de valores -que reemplazaron a la primera generación integrada por los Finalterri, Tunzi, Rojas, Spadaro, entre otros- juntó a interesantes exponentes como Juan Sánchez, Jorge Ibáñez y Jaime Gutiérrez.
Mourgues se atrevió a dar el paso. En mayo de 1960 viajó hasta Madrid para asistir al XIV Mundial e intervenir en el Congreso de Delegados paralelo al certamen donde mostró su jugada: solicitó, formalmente, para Chile la sede del siguiente torneo máximo fijado para 1962. Hubo debates y pronto acuerdo. Se otorgó la petición, marcando el hito que será la primera vez que el campeonato salía de la esfera europea para anclarse en otro continente.
En su alocución, Mourgues explicó que “necesitamos este Mundial para que en Chile y en Sudamérica el hockey sobre patines adquiera una justa dimensión, y que en su remecimiento provoque mayor difusión por todo el territorio y el beneficio de enseñanza objetiva por la calidad de los cultores que irán desde Europa. La verdad es que este deporte no ha prendido bien y deseamos ampliarle su campo y horizonte. Además, para que se nos considere en nuestro propio país y se nos otorguen los dineros a fin de financiar más y más equipos y no permitir que vayan desapareciendo los que existen nada más que por pobreza de medios ante la carestía de los materiales, porque está probado que hay predisposición innata en nuestra juventud para practicarlo. El Mundial del 62 será como oxígeno para un enfermo y nos abrirá cauces para el futuro”.
Confirmado el certamen, la Selección comenzó sus trabajos ese mismo año. Específicamente, en diciembre donde un joven representativo se trasladó hasta San Juan para intervenir en el Torneo Revolución de Mayo. Ahí se enfrentó a Argentina (1-2), España (1-4) y Uruguay (6-3).
Tras eso, se centró todo en la temporada local donde Audax Italiano mantuvo su imperio, amenazado por sus clásicos rivales Thomas Bata y Guadalupe de México. Y, sin muchos aspavientos, iba surgiendo otro némesis deportivo de los audinos del que aún no se vislumbraba lo que sembraría en los años venideros. Se trataba del León Prado…
Sólo a principios de 1962 la Roja pasó a ser el único centro de la actividad. La cancha de Thomas Bata en Peñaflor fue el escenario de los entrenamientos de los trece preseleccionados bajo la dirección de la dupla técnica integrada por Ignacio Spadaro y Domingo Tunzi. “Chile puede dar la gran sorpresa en el próximo Campeonato Mundial, por contar con un equipo con jugadores jóvenes y veloces. Estamos en un plano de inferioridad con respecto a Europa, de ahí que nuestra principal arma será la juventud, la velocidad y picardía de nuestros muchachos” comentaban los estrategos.
Dos amistosos ante Colombia, que sirvieron para inaugurar oficialmente el escenario mundialista del Estadio Nataniel ante unos mil 800 espectadores, permitieron el ajuste de detalles. Los marcadores fueron de 9-1 y 11-3, llamando la atención que el conjunto chileno se vio “más cohesionado y batallador”.
En la previa Spadaro y Tunzi, si bien estaban optimistas respecto a lo que haría el equipo –“entre los tres primeros es difícil. Si conseguimos el cuarto o quinto puesto va a ser sólo por capacidad”- señalaban que la mayor dificultad que tenía el plantel era “la falta de material de juego. Chuecas, guantes, máscaras (para arqueros), rodilleras y repuestos para los patines. Todo eso hay que traerlo de España, Alemania o Portugal”. Esta situación, lamentablemente, se repetiría en los años venideros.
Además de los pronósticos sobre el rendimiento de Chile, sus jugadores denotaban otro aspecto importante que esperaban del torneo. “La suerte de nuestro deporte depende de este Mundial. Si gusta a la afición que no lo conoce puede haber más cultores y, en consecuencia, surgimiento”, señalaba el defensa Roberto Vargas. Al respecto, la prensa deportiva escribió que la cita planetaria en Santiago “no es un lujo ni una osadía, sino una necesidad y una tabla de salvación para no sucumbir. En tales propósitos han sostenido la voluntad redoblada con que lo han enfrentado”.
Con todo ese marco, el 28 de marzo comenzó en el Nataniel el torneo con diez países compitiendo. Los locales se impusieron a Brasil, pero después comenzaron los reveses con el gol que los uruguayos anotaron en los últimos segundos. La victoria sobre los suizos y el empate con los holandeses mantuvo el optimismo por ubicarse en una expectante ubicación en la tabla. Incluso, en el duelo ante España los chilenos realizaron una de sus mejores presentaciones maniatando a los ibéricos. Sin embargo, en los últimos instante del pleito Alfonso Finalterri intentó hacer un lujo en mitad de cancha que fue conjurado por Enric Roca, quien contragolpeó velozmente para anotar el 2-1 definitivo.
Chile terminó en la octava ubicación, sobre lo cual se escribió que a nuestro representativo “le falta roce, le falta fogueo y le falta físico. Pero tiene fundamentos, plan de juego y porvenir. Fue por eso el conjunto sudamericano que más impresionó”.
En las evaluaciones finales, el primer Mundial realizado en Chile dispuso de un grandioso abanico de astros que confirmaron todo el background hockístico que se les endosaba. Comenzando con el campeón Portugal que incluyó en su plantel a cuatro de quienes habían logrado los títulos en los dos certámenes anteriores, a saber: el portero Alberto Moreira más su capitán José vaz Guedes, Amadeu Boucos y Fernando Adriao. Se agregaba Virgilio Carrilho, campeón en 1956 y 1960, y un joven de 19 años al que se le avizoraba un gran porvenir, Antonio Livramento. De Adriao, bautizado como “El Pelé del hockey” se escribió que “los varones no podrán dejar de reconocer su pericia, su galanura y la elegante efectividad de su juego. Las damas, su pinta cinematográfica”.
En Italia, su guardavallas Bruno Bolis disputó su séptimo torneo mientras que se destacó a sus compañeros Gastone Tavoni, “diestro alero”; y Cesare Bosisio, “defensa impasable”.
Del equipo español resaltaron Carlos Largo, “arquero extraordinario, el ‘1’ del torneo”; y a Pere Gallén, “el goleador hispano, veterano de muchas jornadas” que había debutado en los Mundiales, siendo un adolescente, en 1947 y que en Santiago jugó su octavo campeonato.
Tal como se anticipó, la figura de Suiza fue Marcel Monney, quien con 36 años y siete intervenciones mundialistas previas, demostró “aún calidad” en Santiago.
Otros europeos que destacaron en la libreta de notas de los entendidos fueron Gunther Kramer, “el espectacular arquero alemán que en cada jugada mostraba vista, arrojo y agilidad”; y Bert van Dinker, “el ancho holandés que gobernaba a sus jóvenes compañeros”.
De los sudamericanos, se hicieron notar los argentinos Ricardo Pérez Colomé y Santos Álvarez, además de que su plantel lo integraron nueve jugadores que en la cita anterior de Madrid se habían erigido en un histórico e inédito tercer puesto. También, el brasileño Waldemar Mesquista y el uruguayo Luis Capriles, “el ‘malo’ del torneo, el goleador que decretó la derrota chilena en el último minuto y que también golpeó a Adriao y a (Antonio) Parella”.
Y entre los nacionales fueron destacados Roberto Vargas, Luis Soto y Hugo Valdivia quienes “alcanzaron su consagración” mientras que de Alfonso Finalterri se publicó que “lució su condición de estrella”.
En los tiempos venideros se vería que los nuevos oxígenos sirvieron. Lentamente, pero sirvieron al fin y al cabo…