
Literalmente, fue una aventura hacia lo desconocido. Ni siquiera las llamaron Marcianitas, porque muy pocos sabían que se había formado una Selección Femenina de hockey sobre patines.
Lo único que se conocía antes de que la bisoña Roja se trasladara hasta Sertaozinho es que se trataba de la tercera versión del Mundial de la categoría. Que en las dos anteriores, Canadá –ante la sorpresa de los entendidos- se había adjudicado la primera edición disputada en la localidad alemana de Springe en 1992; y que en la ciudad portuguesa de Tavira, dos años después, anotó el subcampeonato. Claro que ese desempeño de las norteamericanas se debió a que sus jugadoras calzaban patines en línea, lo que les garantizó mayor velocidad en sus desplazamientos.
También algo se sabía de que en Europa se realizaban campeonatos continentales desde 1989 y en donde las potencias eran, hasta ese momento, las españolas, italianas, holandesas y suizas.
Bajo ese marco, y superando la incertidumbre de que la potencial participación chilena quedara en las sanas intenciones ya que hasta el último momento hubo dudas del viaje, el incipiente representativo femenino enfiló hacia Brasil sólo un día antes del debut.
Entusiasmo sobraba, pero también había realismo. Graficado todo en las declaraciones del técnico Aldo Llera, quien establecía que los pleitos mundialistas servirían “de experiencia y para que las jugadoras se vayan acostumbrando a las competencias de alto nivel”. Coincidente en esos juicios era el entonces presidente de la Federación, Claudio Torres, al señalar que el objetivo era “ganar competitividad en el concierto internacional e influir positivamente en la práctica de esta especialidad”.
Con pocas exponentes jugando periódicamente, y apenas tres clubes en la capital fomentando la disciplina–Universidad Católica, Universidad de Chile y Estudiantil San Miguel- , la base del plantel fue la institución cruzada. Con el aval que había cinco de las pioneras que habían reiniciado el hockey femenino chileno en abril del año anterior: Sandra Torres, Marcela Cortéz, Daniela Zamorano, Alejandra Jara y Sandra Barrios.
En el debut, las portuguesas no tuvieron piedad con las debutantes hockistas y se acriminaron con sus remates de distancia. Lo mismo sucedió con las brasileñas, las que masacraron a las chilenas quienes, a pesar de esos adversos marcadores, lucían la impronta que les había inculcado el técnico Llera, el de mostrar orgullo y no bajar los brazos en ningún momento del pleito de turno. En una palabra, garra.
Ante Sudáfrica se vio la mejor expresión de este equipo, reflejado en los dos primeros goles que anotó un equipo nacional en estos certámenes, con la dupleta de Karina Zuñiga. Sin embargo, el esfuerzo desplegado ante las africanas les pasó la cuenta en los restantes cotejos. Aún así, marcaron dos tantos más –a las australianas- con autoría de Alejandra Jara y Carla Torres.
A pesar de los resultados, que dejaron a Chile en la última posición entre once países participantes, la semilla estaba sembrada. Y el boletín Roller & Hockey exponía que esa primera experiencia mundialista quedaría “grabada por siempre en la memoria de quienes con tanto sacrificio y entrega formaron parte de este hito en la historia del hockey chileno, Sí, por el sólo hecho de haber concurrido ya es una hazaña”.
Más asertivo, Aldo Llera avisaba que sus dirigidas “han entendido dónde quieren llegar y que pueden competir en igualdad de condiciones con cualquiera”. Visionario, qué duda cabe.
Un detalle: aquellas primeras mundialistas chilenas jugaron con falda y no con short, como estilaban sus rivales. Eso fue por decisión del directivo Pedro Barrios, quien decía que sus hockistas debían ser señoritas dentro y fuera de la cancha…