De cuando en cuando, cada vez que se habla de hockey chileno se apunta al palín –o chueca mapuche- como la actividad ancestral de este deporte. Por lo menos en nuestro país.
El historiador Walterio Millar escribió al respecto que “este juego es propio de los indígenas de Chile, no imitado de los españoles como algunos creen, porque lo jugaban desde mucho antes de la llegada de aquellos al país. Los araucanos jugaban a la chueca formando dos bandos, armado cada individuo de un garrote encorvado en uno de los extremos, con el cual se disputaban una pelota de madera que debía ser lanzada al campo contrario, en medio de una confusa gritería. Muchas veces dirimían sus disputas en partidos de chueca”.
Entre las características del palín se destaca que su campo de juego tiene medidas que varían entre los 200 y 500 metros de largo por unos 30 ó 40 metros de ancho. En el centro del rectángulo (paliwe) hay un agujero donde se coloca la pelota (pali o fungui) hecha de cuero con centro de lana- para iniciar el encuentro.
Cada equipo está formado por entre cinco a 15 jugadores (palife), que enfrenta a la cuadrilla rival (kon) bajo la dirección de un árbitro (ramnefoe). Cada palife empuña un bastón de madera llamado wiño, que es de madera nativa –avellano, boldo o meli- con curvatura natural. En cada partido, la finalidad es traspasar la pelota en la línea de fondo rival (tripalwe) para anotar un punto (tripal).
Tal como todo deporte de conjunto hay funciones específicas entre cada palife. Está el kona, o mocetón –vale decir, el de mayor fortaleza física- mientras que el líder o capitán es el diñilfe. Y el jugador más habilidoso es el chañatufe.
En las reglas consuetudinarias que incluye este juego típico se prohíben agresiones como empujones o zancadillas, ante lo cual el infractor es expulsado del campo. Lo que sí está permitido, para quitarle la pelota al rival, es tomarle el pelo.
Dependiendo de la importancia de cada juego de palín, hay dos nominaciones: está el palicatún, o pleito sólo por ejercicios, una suerte de amistoso; y el palicán, que implicaba un grado de importancia al partido en cuestión. Esto podía ser la competencia entre tribus, un simulacro de guerra o un homenaje en los funerales hacia un difunto.
Uno que otro rito. El escritor y folclorista Oreste Plath expuso otras costumbres del juego, como que “los jugadores se precavían mucho antes de una partida de chueca, a fin de que los contrarios no les hicieren alguna brujería o manitreo, manipulación mágica (…) Los palos para jugar a la chueca eran colocados, algunas veces, sobre la tumba o túmulo de algún gran jugador, para que éste les insuflara sus poderes (…) La mayoría raspaban uñas de rapiña y se metían un poco de ese polvo en la piel de un brazo. Creían que, como las aves raptoras cogían al vuelo a los pajarillos, ellos quedaban aptos para hacer lo mismo con la bola de juego de chueca. (…) Para la cancha se buscaba una pradera, la que se cerraba con pequeños palos que se enterraban a cortos intervalos”.
Además, escribió que “los jugadores se entendían, en los momentos de la partida, con los ojos, la cabeza y se indicaban el lado del ataque o de la defensa. (…) En la lidia y cuando golpeaban la pelota se estimulaban en voz alta denominándose asimismo: “yo soy pierna de león”, “yo soy cuerpo de roble”, “yo soy la cabeza de perro”. Estos estímulos eran los nombres propios de los jugadores. (…) Cada punto a favor de uno y otro de los equipos era marcado en un palo y, el que primero alcanzaba un número, fijado de antemano, ganaba la partida”.
Incluso, los equipos que competían interpretaban canciones ya fuera para provocar al elenco rival o de celebración de una victoria. Un ejemplo de esos cánticos fue publicado en el texto “Lecturas Araucanas” del padre Félix José de Augusta, y que rezaba de la siguiente manera: “Juguemos, pues, mocetones… serás como gavilán… del sur traeré para ti… buenos palos de chueca… traeré diez palos… para hacer frente a los chuequeros… entonces dirán que soy alentado… porque tengo buenos mocetones… lucharemos otra vez, buenos mocetones”.
Condenas de la autoridad. Aunque algunos historiadores sostuvieron hasta fines del siglo XIX que la chueca era influencia de los españoles, por la similitud de una práctica que tenían los labradores de Castilla, la publicación en 1966 de un escrito del historiador hispano Jerónimo de Vivar –que databa de 1558- titulado Crónica y Relación Copiosa y Verdadera del Reyno de Chile afirmaba que los mapuches eran “muy grandes jugadores de chueca”.
La simbiosis de los conquistadores españoles con los nativos de esta tierra posibilitó que el juego de la chueca se masificara en la población de la Zona Central entre los siglos XVII y XVIII. Sin embargo, debido a la violencia que se desataba en algunas ocasiones, tanto entre los jugadores como entre los que presenciaban el cotejo, las autoridades de la época lo prohibieron en 1626.
Más drástico fue lo sucedido en 1647 cuando el gobernador Martín de Mujica, mediante proclama, señaló que quien fuera sorprendido practicando ese juego, sería castigado con cien azotes, si era indio; o con una multa si era hispano. La justificación del gobernante radicaba en que se evitaba pecar en “contra la honra de Dios Nuestro Señor”. Además, según el juicio de los conquistadores, el juego de la chueca “era una forma en que los indios se entrenaban para la guerra, además de que del juego nacen alborotos y que es una indecencia porque en la chueca juegan hombres y mujeres juntos vestidos apenas con plumas y pieles, y porque al comienzo invocan a sus dioses para que la bola le sea favorable y porque todos abrazados al final beben chicha a mares”.
Poco más de un siglo más tarde, en 1764 el obispo de Santiago, Manuel de Alday y Aspée condenó su práctica bajo argumentos tales como el fomentar la promiscuidad sexual, porque lo jugaban damas y varones; y además, al disputarse sus encuentros en días festivos impedía –bajo la óptica de la Iglesia Católica- la asistencia de los fieles a misa. Curiosas reflexiones de aquellos tiempos…
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